El río

 Antes del amanecer ya se había levantado. Cogió su caña de pescar y se adentró en el camino que llevaba al río. Solía hacerlo cada día, a menos que sus piernas no le dolieran por el cansancio y el desgaste de los años. Apenas solía tener visitas esos días, aunque le gustaba recibirlas y se alegraba de compartir el vino y la buena conversación. Sus ojos eran azules, igual que el mar al que de pequeño solía ir con sus padres. Todos los veranos a la misma playa: los amigos, el olor salado. Jugaba y se rebelaba cuando perdía, no era fuerte pero era veloz. Esos días de calor los recuerda ahora; sin saber por qué, le vienen a la mente. -¡Cosas de la edad! -se decía a sí mismo-. Con sus pasos cortos y sus manos temblorosas caminaba hacia el río. Entre las piedras sujetó la caña de pescar, se sentó y se preparó a esperar. Sabía que la ciencia de la pesca es sobretodo paciencia, pasar horas sin impacientarse por que el pez mordiera el anzuelo. Miró la corriente del agua; los reflejos del sol ya se daban sus primeros baños, y cerró sus párpados arrugados, deslumbrado. En ese momento, le envolvió el silencio del río y oyó que por él descendían sus amigos de la infancia, gritándole para que entrara en el agua a jugar. Se vio joven y fuerte. A su lado estaba la persona con la que compartiría más tarde largos años juntos. Vio su sonrisa, sus blancos dientes, oyó su voz como un eco, mientras se alejaba entre las hojas de los árboles. Por el río descendían sus amigos, sus sueños, sus recuerdos. Entreabrió los ojos, las aguas del río estaban tranquilas. Se descalzó y metió sus pies, le iba bien para la circulación. El frescor le revitalizó, le despertó de su sueño. Se mojó las manos, las muñecas y la cara, estiró los brazos erguidos hacia arriba mientras inspiraba, como queriendo tocar el cielo, estiró su columna anquilosada y al exhalar bajó sus brazos abiertos en cruz, abandonándose a la tierra mojada, a la corriente del agua. Luego se sentó y se durmió. Cuando despertó no recordaba cuánto tiempo había pasado; la caña continuaba erguida sujeta por las piedras; ningún pez había picado.

Oyó una voz que detrás suyo le llamaba… la reconoció enseguida. Esa voz salía de la sonrisa y de los blancos dientes que había visto mientras contemplaba el río. Ahora el sol estaba bien alto. Era mediodía y le había venido a buscar. Sentía el olor de la cocina llegar hasta allí. Recogió la canasta y la caña. No había gusano en el anzuelo. Nunca lo ponía. En realidad nunca pescó ningún pez. Solo iba al río a contemplar como descendían sus aguas, a ver como el agua era distinta cada día, cada instante, cada segundo. Y al observarlo surgía en él la calma, la profunda sabiduría de que el río lo puede contener todo pero nada retiene. Dejó atrás el sonido del río, ahora era hora de comer.

Autor: Àngel Rubí. Instructor de Qigong.

Julio 2015